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En nuestro medio las discusiones de mayor impacto cultural y mediático que vienen dándose sobre la universidad están focalizadas en sus aspectos institucionales, políticos y financieros, a saber, las formas de gobierno interno y de representación, los modos de coordinación del sistema universitario en su conjunto, la masificación y el ingreso, la crisis del financiamiento estatal, etc. Sin negar la centralidad de estos temas ni su urgencia respectiva deseamos aquí desplazar la mirada para focalizarnos en un aspecto poco discutido en proporción a la importancia que reviste para la universidad, en cuanto lugar de la creación y transmisión del conocimiento: nos referimos a las políticas de conocimiento, entendiendo por éstas no sólo las formas institucionales que organizan al conocimiento sino las concepciones y valores que subyacen en su planificación institucional. Para encarar un abordaje crítico de esta cuestión es necesario considerar las fases por las que viene transitando la universidad nacional y los cambios que se están definiendo a nivel mundial en los dos últimos decenios, y que a su vez impactan en nuestra universidad. La universidad argentina es una institución de reformas inconclusas, lo que hace que remita simultáneamente y de manera superpuesta a fases que son contradictorias entre sí. Por ejemplo, si consideramos la UBA, la fase de profesionalización académica que comienza a implementarse con fuerza en los rectorados de Risieri Frondizi (1957-1965), tomando como modelo la idea de departamento y de dedicación exclusiva estudiantil-docente, ha quedado trunca y apenas esbozada en la universidad, cuando ya a nivel mundial aparecen desde hace dos décadas signos de su agotamiento sistémico, de cara a nuevos parámetros e imperativos que pretenden ordenar la producción del conocimiento universitario. Estos últimos, a su vez, han penetrado con fuerza en la axiología del diseño institucional de los noventa, que aun revestida con la terminología de la excelencia y de la profesionalización académica faltantes, acusa signos de la fase siguiente, que podríamos llamar de la hibridación de la universidad. Esta superposición nubla a veces las pistas e impide discriminar con nitidez los modelos en pugna. Sin embargo, hay en boga un término de reciente aparición en la jerga de la evaluación universitaria y que se ha unido al lenguaje de cuño clásico de la excelencia académica: nos referimos al término de pertinencia, en el que se acusa ya un punto de corte. . No hay nada prima facie en la noción de pertinencia que debiera espantar a la comunidad académica; en países afligidos por necesidades acuciantes como el nuestro es de sentido común que la universidad financiada por el erario público deba responder y contribuir desde sus misiones a la resolución de estos problemas. A esto respondía ya la misma tradición del 18, al menos en un sentido declarativo, al hacer de la función social de la universidad uno de sus distintivos característicos. Ahora bien, la noción de pertinencia, en cuanto categoría de la evaluación, no es simplemente una réplica de la función social o de la extensión del concimiento, en el cual caso habría sido redundante como concepto. Más allá de este contenido de sentido común encierra una dimensión polémica que refiere a una forma particular de concebir el conocimiento, que podríamos llamar de la hibridación, en el sentido de un conocimiento definido desde el contexto de aplicación y concebido desde el modelo del problem solving. A continuación intentamos, dentro de los límites del espacio disponible, desarrollar estos puntos, para concluir con el bosquejo de una posición que sin quitar nada a la necesidad de una pertinencia institucional de la universidad y de sus misiones, defiende el principio de una impertinencia epistémica del conocimiento como condición de su libertad y de su fecundidad críticas. |
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